domingo, 12 de julio de 2020

Si fuera una niña...


Si fuera una niña, no estaría callada. Gritaría muy, muy, muy fuerte. Hasta que se abriesen las ventanas. Y cantaría muy alto, para que me oyesen los pájaros y, conmovidos de mi suerte, me izasen en vuelo hasta otro horizonte. Sería libre. Como son todos los niños. Como deberían ser todas las niñas. 

Si fuera más pequeña, la imaginación me salvaría de los días de incertidumbre que nos llenan a los adultos de miedos, de cobardía y podredumbre. Hay un hedor social de silencios que no se inmutan ante el recorte de derechos, los encierros indiscriminados, los colegios cerrados o el olvido de los ancianos. 

Se mueren los parques, cerrados.
Se mueren las risas, tapadas.
Se muere el amor, sin beso ni abrazo.

Yo si fuera niña, a lo peor estaría muerta y hubiera dejado de ser niña. El poso de la tristeza se anclaría en mi retina. Muy pronto olvidaría que tuve escuela, que jugaba en la calle, que me abrazaban y me hacían fuerte... 

En estos meses no he escuchado suficientes razones para entender este miedo atolondrado a la enfermedad y a la muerte. Lo que sí he visto es individualismo e improvisación, egoísmo, saturación de hospitales. Deficiencia de todos los vectores de lo público. Incremento de factores ensalzando las esferas privadas e individuales. Nula resiliencia. Escasa empatía. La gente callada, conmovida de su "gran esfuerzo" por lograr estar encerrada con toneladas de comida, las series de netflix, videoconferencias de whassap, redes sociales y palmaditas complices a las 8 en los balcones.

Debo ser muy cínica porque se han muerto 28.000 personas en España y yo sólo me acuerdo de que ha habido pocos pediatras posicionándose acerca de las consecuencias para la infancia de las decisiones políticas. Y seguramente también soy populista porque pienso en el ébola, el cólera, el chikungunya, el sarampión y la malaria, que, como todo el mundo sabe, son enfermedades de los pobres. Y quien es pobre debe aguantarse, que algo habrá hecho, como nacer, quejarse o dejar dominarse, que a saber. A veces también me acuerdo del hambre. Y de las guerras, pero esas son penas tan obvias, que bueno, me callo por no parecer pedante. 

Si fuera una niña, estaría indignada de que abriesen lo primero los bares. Conocer que se invierte tan poco en ciencia, en sanidad, en medio ambiente, en todo lo que no es hoy y ahora. Me molestaría bastante que lo económico estuviera siempre por delante. Nos quedaremos sin trabajo, dirían mis padres. Me quedaré sin colegio, madre. Me quedaré sin futuro, padre. Yo no entiendo que se cierren los colegios, sin asegurarse de que la educación llegue hasta el último niño, la última niña vulnerable. Será que aun no entiendo la supremacía de los bancos y el poder de las grandes empresas sobre la gente. Y no hablo de Amancio, mercadona, monarquía ni temas que den pie a algo de debate, que ya se sabe que, en tiempos de mordazas, malo, malísimo, como hables. 


Cuenta la leyenda que la muerte es inexorable pero que existen formas de vencerla. No hay nada más inmortal que amar. A los demás, a la gente, al pueblo, a tu especie, sobre todo a los más débiles. Quién sabe, igual algún día escribamos que, como pueblo, una vez vencimos a nuestro miedo...

En la sonrisa de la infancia creamos futuro.
Educando
Invirtiendo
Debatiendo
Compartiendo
Leyendo
Soñando
Avanzando
Pensando

martes, 10 de marzo de 2020

De algo hay que morirse...

Ayer hablé con mi abuelilla, de 90 años. Vive, por decisión propia, en una residencia de personas mayores. Me cuenta que el cierre del centro a visitas les ha deprimido y que ella es consciente de que "la peste ésta" le puede matar, pero también la gripe, una caída, un corte de digestión, o cualquier cosa, como ha sido siempre. A ella lo que más le preocupa es estar encerrada, que está triste y que de la soledad nadie se acuerda ni tiene cura...


Mientras, por todas partes cuentan tantas historias del coronavirus que, muy pronto, se convertirá en leyenda. En cambio del Dengue, que está extendiéndose con feroz virulencia por toda Sudamérica, se habla muy poco. Según un informe del 7 de febrero de la Organización Panamericana de la Saluden las primeras cuatro semanas de 2020 en la región de las Américas se han reportado un incremento de dos a tres veces más casos de dengue en comparación al mismo periodo del año previo. 


Más de tres millones de personas contrajeron la enfermedad en el 2019, un 30 % más que en el 2015, que hasta ahora había registrado el récord de contagiados. La enfermedad se transmite por la picadura de un mosquito infectado con uno de los cuatro serotipos del virus del dengue. El Aedes aegypti se reproduce en cualquier recipiente artificial o natural que contenga agua, por lo que se insta a la población en que eliminen reservorios de agua, malezas, etc.

El combate de los virus requiere de una ciudadanía activa y comprometida. Pensar como sociedad no como individuos y, desgraciadamente, estamos muy lejos y desentrenados. En España, así como en diferentes lugares de Europa, hace tiempo que han desaparecido las mascarillas. Hay desabastecimiento para las personas con enfermedades relevantes o alérgicas. Tampoco hay geles desinfectantes. Lo que sí que hay es miedo. Y yo creo que el peor de todos: el de estar solos. Ante los demás, como mi abuela. Ante la sociedad, cada vez más individualista. Ante el Estado, que no nos protege (¿dónde estás ahora querida Sanidad Pública?). Ante nosotros mismos, que no sabemos vivir, ni mucho menos morir, como se hacía antes, como se ha hecho siempre...

Y tú: ¿cómo estás viviendo la crisis del covid19?
¿Tienes miedo o desconcierto?
¡Buena semana!